
El Gladiador se estremeció bajo la sombra de aquella criatura. Era un enorme gigante de 3 metros de altura y con pinta de muy pocos amigos. La plebe contenía el aliento alrededor de él, esperando, y arriba en los palcos el César y sus amigos disfrutaban de vino y fruta.
Derrotar al rival anterior no había supuesto mucha dificultad, o al menos eso pensaba ahora que se veía frente a semejante engendro. El Gladiador miró un segundo por encima del hombro para observar el cuerpo tendido de aquél hombre vestido de blanco. Pero volvió a centrarse enseguida en lo que se le venía encima.
El gigante andaba tranquilo hacia el insignificante luchador de la arena, seguro de su inminente victoria.
El Gladiador se ajustó el casco y se lanzó al ataque. Empleó todas las armas perimitidas por las leyes para el combate cuerpo a cuerpo, e incluso algunas más que había conseguido introducir en el coliseo bajo los ropajes. Pero fue inútil. Golpe a golpe las espadas, las lanzas y las mazas se iban quebrando contra la espesa piel del gigante, y poco a poco el Gladiador se iba agotando más y más.
Al final, el Gladiador cayó de rodillas y alzó la vista para ver cómo una mano gigante descendía y le envolvía entero. Sin apenas esfuerzo, lo levantó del suelo y lo mantuvo a su altura.
El César alargó el brazo, el puño cerrado y el pulgar...
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