Elena todavía se preguntaba por qué lo había hecho.
Ella era una chica buena y formal. Todo el mundo lo sabía. Podías preguntar a sus padres, a su jefe, a sus amigas... todos te dirían que Elena era una chica de bien.
Quizás fue la música. Aquellas malditas guitarras no habían dejado de sonar cuando el hombre de la cazadora vernde entró al bar de Serrano. Suiguieron sonando cuando disparó su pistola al techo, y camuflaron el sonido de los golpes que aquel otro hombre, algo más mayor, le propició al de la cazadora verde. Debió ser la música la que le hizo salir de la seguridad de su escondite y alcanzar la pistola, que había salido despedida en el forcejeo.
Sin embargo, todavía se preguntaba qué le había hecho recoger la pistola y encarala hacia los hombres que se golpeaban al otro lado de la barra.
Debió de ser la sensación de poder. Esa sensación que ni su jefe ni sus padres le habían permitido saborear nunca. Coger un arma, agarrarlacon fuerza, apuntar. Con esa seguridad seguramente nunca se habrían reído de ella, ni la humillarían como solían hacer.
Todavía dudaba acerca de por qué había disparado. Realmente no había habido ninguna necesidad. Al verla con la pistola, el hombre de la cazadora verde se había detenido en seco y había alzado los brazos. Quizás fueron los ojos con los que la había mirado, o el gesto de la cara.
O quizás fue el tatuaje que se descubrió en su antebrazo al levantar las manos. Una mariposa negra. El mismo tatuaje que había lucido su novio esa misma mañana en el tobillo, cuando se lo encontró en la cama con dos de sus amigas.
Elena se removió en su asiento. Las esposas le rozaban un poco las muñecas, pero sabía que no durarían mucho allí. Sonrió levemente. Ella era una buena chica, todo el mundo lo sabía.
Ella era una chica buena y formal. Todo el mundo lo sabía. Podías preguntar a sus padres, a su jefe, a sus amigas... todos te dirían que Elena era una chica de bien.
Quizás fue la música. Aquellas malditas guitarras no habían dejado de sonar cuando el hombre de la cazadora vernde entró al bar de Serrano. Suiguieron sonando cuando disparó su pistola al techo, y camuflaron el sonido de los golpes que aquel otro hombre, algo más mayor, le propició al de la cazadora verde. Debió ser la música la que le hizo salir de la seguridad de su escondite y alcanzar la pistola, que había salido despedida en el forcejeo.
Sin embargo, todavía se preguntaba qué le había hecho recoger la pistola y encarala hacia los hombres que se golpeaban al otro lado de la barra.
Debió de ser la sensación de poder. Esa sensación que ni su jefe ni sus padres le habían permitido saborear nunca. Coger un arma, agarrarlacon fuerza, apuntar. Con esa seguridad seguramente nunca se habrían reído de ella, ni la humillarían como solían hacer.
Todavía dudaba acerca de por qué había disparado. Realmente no había habido ninguna necesidad. Al verla con la pistola, el hombre de la cazadora verde se había detenido en seco y había alzado los brazos. Quizás fueron los ojos con los que la había mirado, o el gesto de la cara.
O quizás fue el tatuaje que se descubrió en su antebrazo al levantar las manos. Una mariposa negra. El mismo tatuaje que había lucido su novio esa misma mañana en el tobillo, cuando se lo encontró en la cama con dos de sus amigas.
Elena se removió en su asiento. Las esposas le rozaban un poco las muñecas, pero sabía que no durarían mucho allí. Sonrió levemente. Ella era una buena chica, todo el mundo lo sabía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario